Lo que calla Salarrué : «La tinaja»

Desde la segunda mitad del siglo XX, el silencio se ha constituido en una de las constantes más visibles de la narrativa. En las últimas décadas la literatura ha ido transitando hacia una poética de lo que no se dice, de lo intuido, de lo que, por impotencia del lenguaje, quizás no es posible nombrar. Una poética en la que lo elidido, justamente por serlo, se sitúa en el núcleo de la historia. La economía de la elipsis, qué duda cabe, es la gran marca literaria de nuestros días.

Dentro de la literatura hispanoamericana del siglo XX, pocos entendieron tan bien como Salarrué el potencial lírico de la elipsis. Parece como si el autor, al escribir sus Cuentos de barro a comienzos de los años 30, lo hiciera desde un tiempo que no acababa de ser el suyo, desde ese avant la lettre que sólo se llega a comprender a posteriori, es decir, siempre demasiado tarde. No resulta descartable entonces que la modesta recepción que la obra del salvadoreño tuvo fuera de su país se daba a una cierta incomprensión de la radicalidad artística de su propuesta en el momento de su publicación. Es en esta circunstancia donde encontramos el motivo principal para la publicación de los Cuentos de barros, en su absoluta y radical contemporaneidad.

Dentro de la literatura hispanoamericana del siglo XX, pocos entendieron tan bien como Salarrué el potencial lírico de la elipsis.

«La tinaja» es quizás uno de nuestros cuentos favoritos del volumen justamente porque en él la crueldad, el desgarro y la vergüenza de un amor prohibido se cifran en una anécdota mínima que no ocupa más de dos páginas. In medias res —a este moderno autor poco le importan los antecedentes—, Salarrué nos presenta, en mitad de un «callar de tren descarrilado», rodeada por ese silencio que indefectiblemente sucede a la tragedia, a Pabla sollozando junto a un indio. El autor despliega aquí otro de sus motivos más característicos: la simbiosis entre el personaje y la naturaleza. El dolor de Pabla ha conseguido hacer callar al bosque y el día cae. El indio intenta hacerla hablar; finalmente, Pabla dice entre lágrimas: «¡Irte, irte de mi lado, engrato, que me bis arruinado!». Hemos dejado de comprender; ha aparecio el Salarrué elíptico que nos escamotea información de la trama. ¿Qué le ha hecho el indio a Pabla para arruinarla? La elipsis tensionadora. Solo unas líneas de diálogos más y nos topamos con el conflicto: él es casado, pero la quiere. La vulgaridad de una historia de celos, infidelidades y honras perdidas sintetizada en tres parlamentos. ¿A qué tanto entonces con Salarrué? ¿Quién necesita otra historia de amor de perdición?

Y a pesar de todo, esta historia mil veces narrada, consigue interpelarnos, la voz narrativa de Salarrué nos suena vigente, esto es, consigue que el amor trágico deje de ser un mero topos para, a través del regocijo en lo lírico, asumir una entidad única y estremecedora. Salarrué necesita resolver el nudo que con tanto celo ha accedido a mostrarnos, pero la trama vuelve a decepcionar; de nuevo lo predecible. El desencuentro de los amantes se dirime en el sexo:

Las manos alfareras del indio iban apretando, torneando,
deslizándose inspiradas sobre el barro cálido de la esclava.
Ella, ya sin gemir, alzaba la cabeza llorona y abría anhelosa
la boca, con un pasmo de renuevo, dejándose llevar por la
corriente, en vuelcos de ahogada. Se desmayó en sus hombros,
entornados los ojos borrachos de lágrimas, y desflorada
la boca de fruta picada por los pájaros. Él la desgajó de la tierra
como de un racimo y, con la precisión de la costumbre,
tomándole el refajo por la punta, la mondó como a un plátano.
Su desnudez era apretada y mielosa.

¡Qué grata decepción! Salarrué ha hecho del sexo —ese acto que en la narrativa no suele ser más que un trámite— un poema soberbio que afirma el hasta ahora sólo intuido núcleo del relato: la sumisión de Pabla, su vulnerabilidad ante un amor y un hombre que trascienden su voluntad y que, como bien afirma de ella, habrán de arruinarla. El pathos ha sido desvelado sin necesidad de ninguna descripción de los antecedentes ni de la psicología del personaje. Es nada lo que conocemos de Pabla, y sin embargo, nos compadecemos con ella.

¡Irte, irte de mi lado, engrato, que me bis arruinado!

Salarrué es un genuino antirrealista, un autor que con gesto sutil y radical supo sacudirse toda la herencia megalómana del XIX; un autor que, a pesar del carácter marginal que los mecanismos insondables del canon le han conferido, hizo avanzar a la prosa hispanoamericana volviendo su mirada precisamente a la tradición literaria. Una suerte de ejercicio de indigenismo —tan en boga a comienzos del XX— que buscaba dos de los elementos característicos de la narrativa premoderna: la simpleza de las tramas y, claro está, el lirismo. Los Cuentos de barro han ser leídos como un acto de insubordinación a esa taxonomía de los géneros literarios que progresivamente fueron desterrando a la poesía de la enunciación de las historias. Lo que Salarrué elide sobre esos pobres personajes cocidos en barro no deja tras de sí un vacío, sino una serie de alusiones imprecisas e intensas que brotan de figuras líricas de las que el fragmento citado constituye un ejemplo más que elocuente.

Y mientras tanto, el sexo ha acabado. No así el dolor de Pabla. El indigenismo es siempre una revisitación que, como tal, no deja nunca de ser irónica. Para volver a las fuentes es preciso ser un moderno, y los verdaderos modernos recelan de lo clausurado porque así se lo impone su fe en el eterno retorno. Así, en la última línea vuelve Pabla a lamanterse: «¡Irte, irte de mi lado, engrato, que me bis arruinado!»



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