Cuentos De Barro

Page 1


Salarrué

Volumen No. 7 Primera edición Dirección de Publicaciones e impresos Consejo Nacional para la Cultura y el Arte, CONCULTURA San Salvador, 1999 © Para esta edición DPI © Olga Salarrué de Clark Foto Portada: Salarrué Este volumen se publica en co-edición con La casa de Salarme.

Salazar Arrué, Salvador, 1899-1975 Narrativa completa de Salarrué / Salvador Salazar Arrué; comp. Ricardo Roque Baldovinos— la ed. — San Salvador, El Salv. Dirección de Publicaciones e Impresos, 1999. Edición conmemorativa del centenario de su natalicio ISBN 99923-0-030-2 (vol. 1) 1. Narrativa salvadoreña. I. Título.

Impreso en sus talleres, ISBN 99923-0-029-9 (Obra completa) ISBN 99923-0-030-2 (vol. 1) 17 Av. Sur No. 430, San Salvador, El Salvador, Centro América.


SalarruĂŠ

CUENTOS Volumen No. 7 Nota introductoria Tranquera La botija La honra Semos malos La casa embrujada De pesca Bajo la luna El sacristĂĄn Bruma El entierro La Ziguanaba Virgen de Ludres La estrellema La brasa El padre El circo La chichera El maishtro De caza La tinaja El mistiricuco El brujo


Salarrué

Existe evidencia de que Salarrué publicó separadamente algunos “cuentos de barro” cuando menos en 1927. Una primera entrega de lo que sería la versión final se publicó en la publicación costarricense Repertorio americano (Tomo XXL] No. 15, sábado 17 de octubre de 1931), precedida por una nota elogiosa de Gabriela Mistral. Ambas circunstancias, ser avalado por una figura de prestigio como publicar en una revista de proyección La primera edición (San Salvador, Editorial La Montaña, 1914) iba ilustrada con una serie de hermosos grabados de José Mejía Vides, figura de primera importancia de la plástica nacional y amigo personal de Salarrué. La buena calidad de esta primera edición nos ha eximido, sin embargo, de elaborar algunos ajustes. En primer lugar, se ha debido modernizar la ortografía, tarea que ediciones posteriores habían realizado a medias. Asimismo, había que revisar y sistematizar el uso de convenciones gráficas tales como comillas y bastardillas. Sobre este aspecto, aparentemente secundario y decorativo, imperativo extenderse algunas líneas, ya que aquí se juega un aspecto fundamental en la composición de la obra: el juego de voces y la relación entre la norma literaria culta y el lenguaje popular.

Pese a que el uso de estas convenciones revela alguna irregularidad en la edición príncipe, hemos podido extraer una norma y aplicarla uniformemente al texto. La norma es la siguiente. Las bastardillas se ocupan para señalar énfasis, o para indicar aquellas palabras y expresiones del habla popular cuando aparecen insertas en el discurso del narrador. Asimismo, estas expresiones al aparecer en boca de los personajes, no se destacan por ser parte de la norma popular. Las comillas se ocupan como marca del discurso directo o del discurso indirecto libre. Se ha transcrito tal cual el glosario original de la obra aun cuando éste responda más a las intuiciones del autor (¿o del editor?) que al saber filológico estricto. Para facilitar su uso, se ha reorganizado aplicando un orden alfabético estricto. Hay que recordar que el glosario original colocaba las palabras de la entrada de cada letra siguiendo orden de aparición en el texto, lo cual, en la práctica, dificultaba enormemente al lector su consulta.


SalarruĂŠ


Salarrué

A Alice Lardé de Venturino en fraternal afán por devolverle el terruño perdido


Salarrué

Tranquera Como el alfarero de Ilobasco modela sus muñecos de barro: sus viejos de cabeza temblona, sus jarritos, sus molenderas, sus gallos de pitiyo, sus chivos patas de clavo, sus indios cacaxteros y en fin, sus batidores panzudos; así, con las manos untadas de realismo; con toscas manotadas y uno que otro sobón rítmico, he modelado mis Cuentos de Barro. Después de la hornada, los más rebeldes salieron con pedazos un tanto crudos; uno que otro se descantilló; éste salió medio rajado y aquél boliado dialtiro; dos o tres se hicieron chingastes. Pobrecitos mis cuentos de barro... Nada son entre los miles de cuentos bellos que brotan día a día; por no estar hechos en torno, van deformes, toscos, viciados; porque, ¿qué saben los nervios de línea pura, de curva armónica? ¿Qué sabe el rojizo tinte de la tierra quemada de lakas y barnices?; y el palito rayador, ¿qué sabe de las habilidades del buril?... Pero del barro del alma están hechos; y donde se sacó el material un hoyito queda, que los inviernos interiores han llenado de melancolía. Un vacío queda allí donde arrancamos para dar, y ese vacío sangra satisfacción y buena voluntad.

Allí va esa hornada de cuenteretes, medio crudos por falta de leña: el sol se encargará de irlos tostando.


Salarrué

La Botija José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero tirado en un rancho; el rancho era un rancho tirado en una ladera. Petrona Pulunto era la nana de aquella boca: —¡Hijo: abrí los ojos; ya hasta la color de que los tenés se me olvidó! José Pashaca pujaba, y a lo mucho encogía la pata. —¿Qué quiere, mama? —¡Qués nicesario que tioficiés en algo, ya tas indio entero! —¡Agüén!... Algo se regeneró el holgazán: de dormir pasó a estar triste, bostezando. José Pashaca se Un día entró Ulogío Isho con un cuenterete. Era un como sapo de piedra, que se había hallado dignó arrugar el arando. Tenía el sapo un collar de pelotitas y tres hoyos: uno en la boca y dos en los ojos. pellejo que tenía —¡Qué feyo este baboso! —llegó diciendo. Se carcajeaba—; ¡meramente el tuerto Cande!... entre los ojos, allí Y lo dejó, para que jugaran los cipotes de la María Elena. donde los demás Pero a los dos días llegó el anciano Bashuto, y en viendo el sapo dijo: llevan la —Estas cositas son obra denantes, de los agüelos de nosotros. En las aradas se incuentran frente. catizumbadas. También se hallan botijas llenas dioro. —¿Cómo es eso, ño Bashuto? Bashuto se desprendió del puro, y tiró por un lado una escupida grande como un caite, y así sonora. —Cuestiones de la suerte, hombre. Vos vas arando y ¡plosh!, derrepente pegás en la huaca, y yastuvo; tihacés de plata. —¡Achís!, ¿en veras, ño Bashuto? —¡Comolóis! Bashuto se prendió al puro con toda la fuerza de sus arrugas, y se fue en humo. Enseguiditas contó mil hallazgos de botijas, todos los cuales “él bía prisenciado con estos ojos”. Cuando se fue, se fue sin darse cuenta de que, de lo dicho, dejaba las cáscaras. Como en esos días se murió la Petrona Pulunto, José levantó la boca y la llevó caminando por la vecindad, sin resultados nutritivos. Comió majonchos robados, y se decidió a buscar botijas. Para ello, se puso a la cola de un arado y empujó. Tras la reja iban arando sus ojos.

Y así fue como José Pashaca llegó a ser el indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos los del lugar. Trabajaba sin trabajar —por lo menos sin darse cuenta— y trabajaba tanto, que las horas coloradas le hallaban siempre sudoroso, con la mano en la mancera y los ojos en el surco. Piojo de las lomas, caspeaba ávido la tierra negra, siempre mirando al suelo con tanta atención, que parecía como si entre los borbollos de tierra hubiera ido dejando sembrada el alma. Pa que nacieran pere-

zas; porque eso sí, Pashaca se sabía el indio más sin oficio del valle. Él no trabajaba. Él buscaba las botijas llenas de bambas doradas, que hacen “¡plocosh!” cuando la reja las topa, y vomitan plata y oro, como el agua del charco cuando el sol comienza a ispiar detrás de lo del ductor Martínez, que son los llanos que topan al cielo.


Salarrué

Tan grande como él se hacía, así se hacía de grande su obsesión. La ambición más que el hambre, le había parado del cuero y lo había empujado a las laderas de los cerros; donde aró, aró, desde la gritería de los gallos que se tragan las estrellas, hasta la hora en que el güas ronco y lúgubre, parado en los ganchos de la ceiba, puya el silencio con sus gritos destemplados. Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que se asombraba del milagro que hiciera de José el más laborioso colono, dábale con gusto y sin medida luengas tierras, que el indio soñador de tesoros rascaba con el ojo presto a dar aviso en el corazón, para que éste cayera sobre la botija

como un trapo de amor y ocultamiento. Y Pashaca sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía los censos. Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar el grano abundante de su cosecha, cuyo producto iba guardando despreocupadamente en un hoyo del rancho, por siacaso.

desmayo era una botija, y siendo como se decía que las enterraban en las aradas, allí por fuerza la incontraría tarde o temprano. Se había hecho no sólo trabajador, al ver de los vecinos, sino hasta generoso. En cuanto tenía un día de no poder arar, por no tener tierra cedida, les ayudaba a los otros, les mandaba descansar y se quedaba arando por Ninguno de los colonos se sentía con ellos. Y lo hacía bien: los surcos de su hígado suficiente para llevar a cabo reja iban siempre pegaditos, chachauna labor como la de José. dos y projundos, que daban gusto. “Es el hombre de jierro”, decían; “ende que le entró asaber qué, se propuso hacer pisto. Ya tendrá una buena huaca...” Pero José Pashaca no se daba cuenta de que, en realidad, tenía huaca. Lo que él buscaba sin

—¡Onde te metés, babosada! —pensaba el indio sin darse por vencido—: Y tei de topar, aunque no querrás, así mihaya de tronchar en los surcos. Y así fue; no lo del encuentro, sino lo de la tronchada. Un día, a la hora en que se verdeya el cielo y en que los ríos se hacen rayas blancas en los llanos, José Pashaca se dio cuenta de que ya no había botijas. Se lo avisó un desmayo con calentura; se dobló en la mancera; los bueyes se fueron parando, como si la reja se hubiera enredado en el raizal de la sombra. Los hallaron negros, contra el cielo claro, “voltiando a ver al indio embruecado, y resollando el viento oscuro “.


Salarrué

José Pashaca se puso malo. No quiso que naide lo cuidara. “Dende que bía finado la Petrona, vivía ingrimo en su rancho “. Una noche, haciendo fuerzas de tripas, salió sigiloso llevando, en un cántaro viejo, su huaca. Se agachaba detrás de los matochos cuando óiba ruidos, y así se estuvo haciendo un hoyo con la cuma. Se quejaba a ratos, rendido, pero luego seguía con brío su tarea. Metió en el hoyo el cántaro, lo tapó bien tapado, borró todo rastro de tierra removida; y alzando sus brazos de bejuco hacia las estrellas, dejó ir liadas en un suspiro estas palabras: —¡Vaya: pa que no se diga que ya nuai botijas en las aradas!...


Salarrué

La honra Había amanecido nortiando; la Juanita limpia; lagua helada; el viento llevaba zopes y olores. Atravesó el llano. La nagua se le amelcochaba y se le hacía calzones. El pelo le hacía alacranes negros en la cara. La Juana iba bien contenta, chapudita y apagándole los ojos al viento. Los árboles venían corriendo. En medio del llano la cogió un tumbo de norte. La Juanita llenó el frasco de su alegría y lo tapó con un grito; luego salió corriendo y enredándose en su risa. La chucha iba ladrando a su lado, queriendo alcanzar las hojas secas que pajareaban. El ojo diagua estaba en el fondo de una barranca, sombreado por quequeishques y palmitos. Más abajo, entre grupos de güiscoyoles y de ishcanales, dormían charcos azules como cáscaras de cielo, largas y oloríferas. Las sombras se habían desbarrancado encima de los paredones; y en la corriente pacha, quebradita y silenciosa, rodaban piedrecitas de cal. La Juanita se sentó a descansar: estaba agitada; los pechos —bien ceñidos por el

traje— se le querían ir y ella los sofrenaba con suspiros imperiosos. El ojo diagua se le quedaba viendo sin parpadear, mientras la chucha lengüeaba golosamente el manantial, con las cuatro patas ensambladas en la arena virgen. Río abajo, se bañaban unas ramas. Cerca, unos peñascales verdosos sudaban el día. La Juanita sacó un espejo, del tamaño de un colón, y empezó a espiarse con cuidado. Se arregló las mechas, se limpió con el delantal la frente sudada; y como se quería, cuando a solas, se dejó un beso en la boca, mirando con recelo alrededor, por miedo a que la hieran ispiado. Haciendo al escote comulgar con el espejo, se bajó de la piedra y comenzó a pepenar chirolitas de tempisque para el cinquito.

La chucha se puso a ladrar. En el recodo de la barranca apareció un hombre montado a caballo. Venía por la luz, al paso, haciendo chingastes el vidrio del agua. Cuando la Juana lo conoció, sintió que el corazón se le había ahorcado. Ya no tuvo tiempo de escaparse; y sin saber por qué, lo esperó agarrada de una hoja. Él de a caballo, joven y guapo, apuró y pronto estuvo a su lado, radiante de oportunidad. No hizo caso del ladrido y empezó a chuliar a la Juana con un galope incontenible como el viento que soplaba. Hubo defensa claudicante, con noes temblones y jaloncitos flacos; después ayes, y después... El ojo diagua no parpadeaba. Con un brazo en los ojos, la Juana se quedó en la sombra. Tacho, el hermano de la Juanita, tenía nueve años. Era un cipote aprietado y con una cabeza de huizayote. Un día vido que su tata estaba furioso. La Juana le bía dicho quién sabe qué, y el tata le bía metido una penquiada del diablo. —¡Babosa! —había oído que le decía— ¡Habís perdido lonra, que era lúnico que tráibas al mundo! ¡Si biera sabido quibas ir a dejar lonra al ojo diagua, no te dejo ir aquel diya; gran babosa!...


Salarrué

Tacho lloró, porque quería a la Juana como si hubiera sido su nana; e ingenuamente, de escondiditas, se jue al ojo diagua y se puso a buscar cachazudamente lonra e la Juana. Él no sabía ni poco ni mucho cómo sería lonra que bía perdido su hermana, pero a juzgar por la cólera del tata, bía de ser una cosa muy fácil de hallar. Tacho se maginaba lonra, una cosa lisa, redondita, quizá brillosa, quizá como moneda o como cruz. Pelaba los ojos por el arenal, río abajo, río arriba, y no miraba más que piedras y monte, monte y piedras, y lonra no aparecía. La bía buscado entre lagua, en los matorrales, en los hoyos de los palos y hasta le bía dado güelta a la arena cerca del ojo, y ¡nada! —Lonra e la Juana, dende que tata la penquiado —se decía—, ha de ser grande. Por fin, al pie de un chaparro, entre hojas de sombra y hojas de sol, vido brillar un objeto extraño. Tacho sintió que la alegría le iba subiendo por el cuerpo, en espumarajos cosquilleantes.

—¡Yastuvo! —gritó. Levantó el objeto brilloso y se quedó asombrado. —¡Achís! —se dijo—No sabía yo que lonra juera ansina... Corrió con toda la fuerza de su alegría. Cuando llegó al rancho, el tata estaba pensativo, sentado en la piladera. En la arruga de las cejas se le bía metido una estaca de noche. —¡Tata! —gritó el cipote jadeante—: ¡Ei ido al ojo diagua y ei incontrado lonra e la Juana; ya no le pegue, tome!... Y puso en la mano del tata asombrado, un fino puñal con mango de concha. El indio cogió el puñal, despachó a Tacho con un gesto y se quedó mirando la hoja puntuda, con cara de vengador. —Pues es cierto... —murmuró. Cerraba la noche.


Salarrué

SEMOS MALOS Goyo Cuestas y su cipote hicieron un arresto, y se jueron para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de lata monstruosa que perjumaba con música. —Dicen quen Honduras abunda la plata. —Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen... —Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán tres choya. —¡Ah!, es quel cincho me viene jodiendo el lomo. —Apechálo, no siás bruto. Apiaban para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de zunzas, las taltuzas comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces bían visto el rastro de la culebra carretía, angostito como fuella de pial. Al sesteyo, mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa

Rosa, ponían un fostró. Tres días estuvieron andando en lodo, atascados hasta la rodilla. El chico lloraba, el tata maldecía y se reiba sus ratos. El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de pasantes. Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie diún palo y pasaban allí la noche, oyendo cantar los chiquirines, oyendo zumbar los zancudos culuazul, enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo. —¡Tata: brán tamagases?... —Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas. —Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan. —Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite. —Es que currucado no me puedo dormir luego. —Estiráte, pué... —No puedo, tata, mucho yelo... —¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué...


Salarrué

Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un tapexco; y, rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara añudada de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros clareyos los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la manga rota, sucia y rayada como una cebra. Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres... Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja —como en los tiempos primitivos— tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte. Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar chingastes de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado olisco. —Te digo ques fológrafo. —¿Vos bis visto cómo lo tocan? —¡Ajú!... En los bananales los ei visto... —¡Yastuvo!... La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras. Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los blanquiyos manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su cipote huían a pedazos en los picos delos zopes; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino... Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilon lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche. Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.


Salarrué

Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y, desesperada, la prima lamentaba una injusticia. Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron... Uno de ellos se echó llorando en la manga. El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo barrioso, donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro: —Semos malos. Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.


Salarrué

L a CASA

EMBRUJADA La casa vieja estaba abandonada allí, en el centro del enmontado platanar. La breña bía ido ispiando por las claraboyas que los temblores abrieran para ispiar ellos. Tenía una mediagua embruecadiza, donde hacían novenario perpetuo los panales devotos.

La casa vieja taba dijunta, enderrepente. Según algunos vecinos, aquel abandono se debía a que laija del viejito Morán, que vivió allí, bía muerto tisguacal. El maishtro Ulalio decía que era porque espantaban: “Sale el espíreto de la Tona”, decía; “yo luei visto tres veces: chifla y siacurruca; chifla, y se acurruca: después, mece las mangas y se dentra en el platanar”.

En los otros tres lados, ni una puerta; apenas un rellano de empedrado, ya perdido entre el zacate que lambía gozoso las paredes lisas: aquella carne de casa, blanquiza en la escurana vegetal, con un blancor que deja ganas de Ño Mónico, que estaba loco de una locura mansita —portristeza y que infunde cariño. que hablaba disparates muy cuerdamente —, decía con el aire de importancia y superioridad que lo Los mosquitos se prendían en el silencio, como en un turrón. caracterizaba: El tejado, musgoso y renegrido, era como la arada en un —¡Ah..., no señor..., nuai tales carneros aloyé, nuai tales!... cerrito tristoso. El viento había sembrado allí una que otra Siesque vinieron los managuas, gotera fructífera, con ráices diagua y flores redonditas de despacito..., y cerraron las puertas cuando era al mediodía, sol, que caminaban por el suelo y las paredes del interior. aloyé.


Salarrué

Dejaron adentro a la Noche, que bía venido a beber agua descondidas del sol. Allí la tienen enjaulada, aloyé, y la amarraron con una pita e matate. ¿¡Cómo se va!? Sestá pudriendo diambre: ya giede, aloyé, ¡ya giede! Pasa ispiando por los juracos de la paré; y, cuando nuentran sapos, aguanta hambre. Dende aquí sioyen a veces los destertores de la goma. Se va en friyo, aloyé. Un diya destos va parecer la yelasón derretida por las rindijas. Los managuas la vienen a bombiar todos los diyas, con ronquidos diagua, para joderla más ligero, aloyé... Los zopes no se paraban nunca en el tejado. A veces el gavilán le hacía un pase, con su cruz de sombra; y dicen que la casa se encogía y pujaba. Taba embrujada. De noche se oiba el juí,juí de una hamaca. Un chucho, que llegó un día a oler la casa, salió dando gritos de gente por el monte y montado en su cola. Las hojas enormes de los majonchos le hacían cosquillas a la casa con las puntas. Sus sombras, en forma de cejas, se mecían en las paredes, que parecían hacer muecas nerviosas. En un ventanuco que estaba en la culata una araña había enrejado, por si abrían... Las hormigas guerreadoras le habían puesto barba en una esquina. De cuando en cuando, una teja desertaba en el viento. Una tarde en que Ulalio se acercó, le hablaron desde adentro. Puso atención, y oyó la voz, sin entender las palabras: “era como que vaceyan un cántaro” decía, “me dentro un friyo feyo en el lomo y salí a la carrera”.

Una vez pasó cerca el cura. Le pidieron consejo y él quiso ir a ver la casa del embrujo. Se apió; y, remangándose la sotana, fue al platanar con Ulalio, la Chana y Julián. —¿Quién vivió allí? —El viejito Morán y suija que murió de lumonía. Otros dicen que taba tubreculosa. El cura llegó hasta la mediagua. Los panales empezaron a confesar su misterio. Abrió sin temor las puertas desvencijadas. El cadáver de la noche, que había quedado recostado en la puerta, se derrumbó hacia afuera. Instintivamente, todos dieron un paso atrás. Rápida, como un rayo de carne, una culebra negra y brillante salió y se perdió en el monte.


Salarrué

Los sapos venían saltando hacia afuera, como piedras vivas. Entre los ladrillos verdosos, las rueditas de plata de las goteras se habían hecho hongos. El aire jediondo casi se agarraba con la mano. Una botella olvidada había ido apagando su brillo de puro terror. El cura mandó a Julián por escobas y empezó a jalar los acapetates con una vara. Se desgajaban, haciéndose tierra. De aquella rama sombría del techo, los murciélagos se desprendían, como hojas, o se volvían a colgar, como frutas pasadas. El cura estuvo toda la tarde limpiando la casa. Bendijo un tarro de agua y lo regó por todas partes. Sacó un libro y susurró latines. Clavó una cruz de palo en un pilar y ordenó que se dejaran abiertas las puertas para que oreara, que se desenmontaran los contornos, que se cogieran las goteras, se plantaran flores en el suelo y se colgaran macetas de las vigas. Días después, el cura pudo ver la casa resucitada. El patio liso y barrido, las enredaderas trepándose por las paredes y las macetas colgadas de las vigas. Sonriente y gordo, palmeó en la espalda de Ulalio y le dijo: —¿Conque, embrujada, eh?... —¡No creya Padre, entuavía sioye un bisbiseyo!...


Salarrué

de pesca Eran allá como las tres de la madrugada. La luna, de llena, lambía las sombras prietas en los montarrascales y en los manglares dormilones. El estero, lagunoso en su calma, era como un pedazo de espejo del día; del día ya roto. La playa lechosa, de cascajo crema, se dejaba espulgar por las suaves ondas espumíferas, que la brisa devanaba sin prisa. La isla, al otro lado del agua, se alargaba como una nube negra que flotara en aquel cielo diáfano, mitad cielo, mitad estero.

De la mediagua oscura, salió a la playa un indio. Llevaba desnudo el torso, los calzones arremangados sobre las rodillas; se desperezaba, como queriendo echar al suelo el fardo del sueño. Laarena, al ser hollada por lo anchos pies descalzos, mascaba el silencio. Miró las estrellas con los ojos fruncidos. Se espantó los mosquitos, miró el agua platera y regresó al rancho.

—Son ya mero las tres, vos... ¿Nos vamos? Una especie de aullido de pereza le contestó. Luego, la Las estrellas pintaban en ambos cielos. El mar, a lo lejos, voz atecomatada del compañero respondió: roncaba adormilado por la frescura del aire y la claridad —Ai veya, mano... del mundo. —Amonóos... Un cordónde aves blancas pasó, silencioso y ondulante Los indios, hurgando en la sombra del caedizo, escogieron como una culebra de luna. los utensilios y fueron trasladándose al bote. El bote dormía, encallado, mitad en el agua, mitad en la arena. Un chucho prieto iba y venía husmeando el viaje. Por efecto del silencio del agua, de la luz, del cielo bajero, el mundo todo parecía palpitar, cabecear como un barco en marcha. Los pocuyos, despenicados en la inmensidad, arrullaban la cuna de la noche con su triste «oíeo, oíeo, oíeo», que sonaba intermitente, como la paletada blanda del remo que va, va, va... sin prisa y sin ruido. —Ya va ser parada diagua, vos. —Ya paró, mano. —¡Aligere, pué!... Despegaron el bote a empujones y pujidos. El bote coleó, libre, descantillándose tantito y revolviendo la plata de la luna en desparpajos. Hundidos hasta las piernas, aún empujaron. Luego semetieron dentro y se dejaron llevar por el tranquil del agua parada. Era el cambio de marea; las corrientes que entraban al estero, fatigadas de ir buscando mundo, descansaban un momento, antes de regresar al mar abierto.


Entonces el peje abismado venía arriba, flordeaguando, y buscaba la calma de las ramazones y de los bancos. Ligeros colazos de zafiro indicaban ya el punto del agua. Las sombras rojizas de los parvos pasaban, esquivando el peligro, avisados por el lánguido paleteo del canalete. En fraterno silencio los indios cruzaban el agua como si volaran entre dos cielos. En la proa, ávida de espacio, el uno empujaba con la pértiga negra y larga que subía y bajaba rítmicamente, sincronizando con el manosear del canalete, que el otro indio manejaba en la popa, acurrucado y friolento. En el centro del bote el chucho, sentado, miraba tímidamente los cacharros del cebo. —¡Qué friyo, vos!... —¡Ajú!... —¿Vamos al ramazal de la bocana? —Como quiera, mano. Los ramazales emergían del agua purísima como inmensas arañas negras. Dos, tres, cuatro..., quedaban atrás. Al pasar rondando un tronco, el raizal projundo barzonió el bote, afligiéndolo. Con hábil punteo, salieron del paso. —¡No se arrime mucho, mano! Torcieron hacia el sur; a poca distancia del ramazal echaron el fondo y quedaron inmóviles. Poco tiempo después arrojaban los anzuelos. Con rápido ademán los lanzaban al aire. La pita hacía una larga parábola, y el plomo se hundía allá, con un ligero “chukuz”. Luego el cordel se quedaba ondulando encima y poco a poco se abismaba. Quedaban a la expectativa. Habían encendido los puros y jumaban, acurrucados. —¿Pican, mano? —No quieren picar. —Ya me punteyan. vos. —¿Eh...? —Es bagre, de juro. Estos chingados sian de ber llevado la chimbera. La chimbera era el cebo. El indio sacó el anzuelo, de jalón en jalón. Por fin sobreaguó el plomo negruzco. Se habían llevado el bocado. ¿Lo vido? Son esos babosos bagres, vos. —Si quiere nos hacemos al lado de la isla.

Iba a sacar su cordel, cuando un fuerte tirón, que ladeó el bote, les advirtió de una presa mayor. —¡Jale, mano; debe ser «mero»! El indio tiró con todas sus fuerzas. —¡Ya mero revienta este jodido! Llegó el otro a ayudarle. Tiraron penosamente. El bote cimbraba, voltión. En la cola de un espumarajo surgió de pronto una sombra enorme, que arrollaba la linfa con ímpetus de marejada. La luz nerviosa le mordía en redor. —¡A la ronca, mano, es tiburón! —¡Y del fiero, vos! —¿Lo encaramamos? —¡Déjelo dir, chero, nos puede joder al chucho! —¿Guá perder mi anzuelo?... —¿Qué siarremedia? Un coletazo formidable hizo crujir el bote. El chucho buscaba fijo, abriendo las cuatro patas y hundiendo la cola. Soltaron. Se apercoyaron a las bordas y trataron de nivelar. Un segundo coletazo ladeó el bote. Dos sombras eseantes atacaban con furia. ¡Levante el fondo ligero! —¡Aguárdese! Un tercer coletazo echó de bruces al indio que tiraba del fondo. La caída hizo volcarse al bote; hubo un griterío salvaje; las colas golpeaban en la cáscara del bote como en un tambor. Grandes rosas de espuma se fugaban en círculos, empurpurando la plata mansa. Después, todo quedó quieto.


Salarrué

Agrupados en la orilla, los moradores del valle escrutaban la noche. Los gritos habían levantado a las gentes. La ña Gerónima, gorda y grasienta, con su delantal de cuadros azules, comentaba temblorosa. —¡Avemariapurísima!... Los viejos de quijada de plomo cabeceaban, como diciendo: —Pa que veyan... Los cipotes abrían sus bocas y se acurrucaban, para descansar las barrigas enormes. — Esos han sido los Garciya. —O los Munto. —Hilario y Cosme, quizá... —A saber si jue Mincho de la señá Fabiana. —Sí, pué... El día venía abriendo rápido, con ambas manos, los azules del Azul. La luna, marchita ya, se arrinconaba en la montaña. Las ondas de la vaciante tráiban orito en la punta. El manglar se había separado del paisaje, tomando su cuerpo. La isla verdegueaba, y la fragancia de la mañana venía mera cargada. De pronto, se vio una estela que flechaba hacia la orilla. Todos quedaron en suspenso. Un perro negro llegaba jadeante, aclarando el misterio de la tragedia. Salió de un último pechazo a la orilla; meneó el rabo; se sacudió bruscamente la gloria del sol, y no dijo nada.


Salarrué

BAJO LA LUNA La laguneta se iba durmiendo en la anochecida caliente. Rodeada de bosques negros iba perdiendo sus sonrojos de mango sazón y se ponía color de campanilla, color de ojo de ciego.

cada respiro, y de cuando en cuando se oían los chukuces de las mojarras asustadas. La ranchería del vallecito estaba en una ensenada oscurecida de tamarindos y voladores. Había ranchos hojarasquines, y ranchos palma barrendera, El camalote anegado en los aguaza- coludos como pajuiles, y ranchos emles le hacía pestaña. El cielo brumea- palizados a través de cuyas paredes ba como quemazón de potrero, don- de esqueleto, la luz candilera —esa de eran brasas los últimos apagos del tristura de querencia nocturna— se filponiente. Abajo había, en balsa de traba a los patios de barro desnudo, ramalada, dos garzas blancas; la una, alargándose en caprichosas luminamirando atenta la gusanera del vien- rias. to en el vidrio verde de las ondas; la otra, mirando como asustada el cielo Los chuchos empezaban a ladrar con en donde apuntaba una estrella con persistencia; con su quejumbre pecuinquietudes de escama cobarde. liar, los tuncos revolvían las sobras de huate que bueyes forasteros habían Guelía a mumuja de palo podrido, a dejado al pie de los morros, de tronzompopera, a chira de mateplátano, cos limados por las cornamentas. Una a talepate y a julunera triste. Había guitarra escondida roía el sueño de la ahogados en todas las oriyas, ahoga- noche. dos hamaqueantes, sobreagüeros, de troncón y de basura. En las pescaderas, las varas ensambladas estaban prietas sobre el claror, y se reflejaban culebriando guindoabajo. Pringaba jenjén y zancudo. A lotra oriya se oiba patente el butute del guauce, llamando a la pareja para beber sombra. En el escobillal oscuro de la noche, el cielo y el agua quedaban trabados, como guindajos arrancados a una sombrilla de seda desteñida. El día se alejaba, lento y cabecero, echando polvo con las patas como los toros cimarrones. Llegada la noche, un tufo a tigre sopló los matorrales, la laguneta sonaba como una cuerda diagua a

Venía saliendo la luna con una fogarada platera que daba gusto. La luz chele y tristona se tendía en los playones bocabajo, alagartada entre los troncos torcidos, chafando las trompas de los cayucos varados en seco. Los jocotes botaban sus frutas de rato en rato, en el blando estiércol espolvoreado. Iban los primeros temblores de luz, estremeciendo a lo ancho el agua friolenta. Con un trágico sonar de cartucheras y caitazos, el rancho de Miguel se vio rodiado por la escolta guarera. Sobre la puerta, de cuyas rendijas manaba resplandor de alma, el cabo Remigio López dio tres fierrazos con la cruz de su daga. De dentro naide respondió y la luz se apagó, dejando más en luna la entrada.


Salarrué

—Es la mía... —Entonce, usté es Remigio López, el marido de la Felicia. —El mesmo. —¡Ah, ya jodimos!... —Me vuá quedar con vos atrás, y te golvés... Miguel sonrió apenado y se miró las manos. —Veya, primo, si me va a soltar sólo a yo, mejor alléveme. El camino estaba como el día, y la El cabo vaciló, honorífico. arenita fresca acariciaba los pies. —Es que el deber, hermano... la vaina... Iban los ocho de la escolta distrayéndose con los luceros; y el cabo, mon- Como Miguel le miraba fijo y callantado, jumando su puro, se agachaba do, el cabo López se alejó lento a la dormilón. Sólo los presos conversaban. sombra oscura de una fila de isotes El cabo les oiba, perdonero. Llegado y llamó a los soldados, que le fueron que hubieron a las ruinas del obraje, rodeando curiosos. Al mismo tiempo Miguel se unió a los presos y les arrimó hubo un descanso. El cabo López se acercó amigable a al puro de la resignación, la brasa de la esperanza. Miguel y le dijo: A una seña del cabo, los chicheros empezaron a culatiar la puerta, hasta que de golpe se jue en blanco. La ventana trasera estaba cuidada por tres hombres y cuando se abrió fue como la boca de una trampa. Hubo una refriega que atrajo algunos curiosos; y pronto los cuatro sacadores cogidos, salían del caserío con las ollas y los telengues al hombro.

—Esa ña Pabla Portillo de que hablaba usté, joven, ¿ónde vive? —En Las Isletas. Es mi mama... —¿Tiene hermanas su mama? —La ña Dolores Portillo, de San Juan.

Después de un buen rato de espera, los sacadores vieron llegar al cabo que se arrimaba caviloso. Se paró enfrente, con los brazos cruzados encima de la daga. Los miró

uno a uno como juido. Naide habló palabra. Lejano se oiba el río, siempre despierto. Como en trance sin remedio, el cabo dijo por fin: — ¡Desgránense, desgraciados; no seya que me arripienta!... Semejando cercenadas cabezas de gigantes, las ollas se quedaron sólitas junto al cerco de púas, como diciendo: “¡Achís, ¿qué pasaría?!...”


Salarrué

E l sacristán Se llamaba Agruelio; era casi joven, casi viejo; su cara era rostro. Sonreiba beatíficamente, con la dulzura triste de las bocas sin dientes. Era moreno; de pelo gris; de ojos grises; de manos grises; de traje gris, de alma gris... Iba siempre agachado; iba, por el corredor del convento, por el suelo de la Iglesia siempre desierta, arrastrisco como una cuca, como ratón.

nave del templo iba perdida en una tempestad de silencio, izadas todas las velas de esperma con sus fuegos de San Telmo. En la popa, como un mesana desmantelado, iba el crucifijo. Agruelio era devoto de Santo Domingo. Santo Domingo vivía en el rincón más olvidado del crucero de la iglesia. Era aquél un rincón arrinconado, oscuro, frío. La casa del santo era un altar antiguo, de un dorado de kakaseca; ornamentado churriguerescamente con espirales terrosas, guirnaldas de mugre, gajos de uvas, piñas, granadas, pájaros muertos, mazorcas de máis y rosas petrificadas. Tenía en la portada unos pilares como pirulíes, unas columnitas de pan francés, unos capiteles de melcocha; y, por las paredes, hojas, hojas, bejucos; meditas, chirolas, colas de alacrán y arañas de verdad.

Tenía quién sabe qué de solterona, a pesar de que, en aquel paradójico hogar donde la falda era masculina, daba la idea de la esposa del cura. Los tacones de sus zapatos burros no podían olvidar el martillo del zapatero; martillaban constantemente el eco, impregnado de incienso, de aquella tumba fresca. Agruelio salía de allí muy pocas veces. Era una especie de topo parroquial. De cuando en cuando se aventuraba en el atrio, para ver la hora en el reloj de la torre. Miraba a la calle, como quien mira al mar; miraba al reloj, como quien De pie en el portal, el santo, todo vestido de negro y blanconsulta los astros. El mirar tan alto le mareaba. Frotaba co, miraba lánguidamente tras el vidrio del camarín. sus cejas felpudas y breñosas, y entraba tambaleante a su cueva. Tak, tak, tak,... los tacones, buscadores de tesoros. La Tenía en una mano una bomba de anarquista, y en la otra un libro como un ladrillo; a sus pies, un chuchito de circo. Su rostro era lampiño, a pesar de la barba postiza de madera. Era calvo el pobre; y miraba como con hambre. Agruelio lo amaba; se parecía algo a él, de tanto contemplarlo. Se robaba las candelas del Niño de Atocha (que era el menos respetable, por lo cipote) y se las iba a poner a su patrono.


Salarrué

Tenía celos de una vieja, que le disputaba la predilección. La vieja le adelantaba en limosnas. En aquel rincón oscuro, se marchitaban hasta las rosas de papel. El llanto de las candelas se había cuajado en la mesa de lata. Los rezos habían atraído algunas avispas, que panaleaban en las cornisas. Aquella madrugada, Agruelio se había levantado como siempre, a impulso de su presentimiento de gallo que conoce la vecindad del sol. Entró a la iglesia con un portazo. Anduvo preparando el vino para la misa de cinco. Luego fue, taconeando, a encender las candelas. Dejó la vara en un rincón y subió al campanario para dar el primer toque. Su mano gris, agarrada del badajo, se puso a tirar sobre el pueblo dormido grandes anillos sonoros, que caían ondulando, ondulando; abriéndose, abriéndose..., hasta llegar a la orilla del cielo, donde despuntaban ligeros clarores. Luego, Agruelio bajó chas, chas, chas, de grada en grada; siempre arrastrisco, apoyándose con una mano en la pared del caracol. En la escurana, las candelas pintaban claror con sus brochitas azules. Los murciégalos entraban, borrachos, huyendo del día; escupían y se colgaban, como tasajos, en las vigas; uno que otro rozaba la cara del sacristán, con su cuerpo de gumeyo pasado. —¡Estos babosos!... ¡Shé!... Quería quitárselos a manotadas, como a moscas. No le casaba mucho el pañueleo espeluznante de las alas de carne. —¡Bían dihacer recogida, con estos ratones volantes! Tienen carediablo, dientes, pelos y juman... ¡Papadas!... Se fue derecho al crucero. Al llegar frente al altar de su devoción, se arrodilló persignándose; cruzó los brazos, y, elevando su rostro un poquito ladiado, lo endulzó humillándolo, mientras dejaba caer una plegaria. Fue entonces cuando el terremoto, que había estado un siglo con el pelo cortado, haciéndose el babieca, entró de golpe en la iglesia: y, como un nuevo Sansón, agarro las columnas y sacudió. Agruelio tuvo tiempo de ponerse en pie. —¡Santo Dios, santo juerte!... Era tarde. El patrono había soltado su bomba de anarquista. Tambaleó el altar, desmoronándose como una torta seca; se rajó el muro tremendo; y el santo perdiendo los estribos, vino a dar en la cabeza de Agruelio con su ladrillo bíblico.


Salarrué

E l entierro Cumbreaba la tarde, cuando de las últimas casas salía el entierro de ño Justo. Todos iban achorcholados y silencios. Una nube corrediza había regado el camino, perfumándolo, esponjándolo, refrescándolo. Se mezclaba el olor del suelo, con el tufíto de las candelas que llevaban las viejas. El renco Higinio caminaba delante del cajón. A cada paso parecía que iba a arrodillarse; daba la impresión de llevar meciendo un incensario. Todos iban achorcholados; el arrastre de los caites cepillaba los credos, que salían como de un cántaro a medio llenar. “Chorchíngalo” llevaba el racimo de sombreros; cargaban Atanasio, Catino, don Juan y don Daví. Cumbreaba la tarde, chispeando en lo ricién mojado. Los cerros barbudos se ahogaban en la sombra, sacando apenas las narices para respirar. La brisa mecía las frondas, que asperjeaban el cajón como un hisopo. A lo lejos, lejos, lejos, allá por las Honduras, llovía ceniza caliente. Atrás jue quedando el grito herido de la Tana; la casa chele de Juan Barona; los tapiales de adobe, cundidos de reseda; la pilita seca; la caseta de la ronda, con su cruz verde pegoteada de papeles de color. El camino empezaba a bajar por el barrial. Al fondo atravesaba, sobando los talpetates, el riíto de Miadegüey. A los lados, en el explayado de arena, crecían berros. Pasó el amatón de la Fermina; el rancho de Lolo; subieron la cuesta del Chichicastal, y entraron de nuevo en tierra llana. A lo lejos, cabezonas, se miraban las ceibas del pantión, ya borrosas en el callar. Felipe aventuró: —¿Juiste anoche al velorio, oyó?... —Sí jui... —Yo no jui, pero vengo al entierro del juneral. Caminaban cada vez más a prisa, por la noche que se desmoronaba poco a poco sobre el campo. Pararon para cambiar los cargantes, porque ya pujaban mucho. Los dos alambres del telégrafo iban siguiéndolos de poste en poste; se detenían, curiosos, en los aisladores, mirándoles con los ojos verdes; anveces, se enmontaban por las barrancas, e iban a salirles adelante. Parecía como si quisieran pasar al otro lado del camino y el entierro se lo impidiera, llegando siempre en aquel momento preciso.


Salarrué

Cada vez se oía más el golpe de los tacones sobre la panza del camino. Las llamitas de las candelas se habían volado, haciéndose estrellas. Poco a poco oscurecía; no se vio ya sino el brocal pasmado del cielo.

—¿Qué jue que les cogió la noche, hombre? —Cabsa la Tana... —¡A la gran babosa! Ya mero nos íbamos: hemos oído ruidos en los mucsoleyos. —¿Eeee?...

Sólo se oía el cepillar de los caites; el golpetear de los tacones; el rechinar del cajón; el pujar de los cargantes, y aquel credo que seguía el entierro como una cola de moscarrones. De cuando en cuando se trompezaba alguien, y se oía un brusco: “¡piedra hijesesenta mil!...”. También se oía una que otra escupida, con su húmedo ¡jaashup!..., o la tos cascada de alguna vieja. Ya no se veiya. Por ratos, en los claros, se pintaban las curvas prietas de los alambres, que no habían aún logrado

Entraron. A la luz ladrante de los faroles, las tumbas tendían sábanas repentinas, algunas de ellas desgarradas o sucias. Bajo el pino grande, estaba el hoyo de ño Justo. Lo jueron bajando con lazos. El cajón crujía, lastimero. Los faroles, bajeros, alumbraban un mundo de pies curiosos, al borde del hoyo. Topó. Sacaron los lazos a choyones. Después, la pala implacable empezó a tirar tierra. Cáiba la tierra negra, con sordo aporreo. La pala pasar. Ya cuando era imposible ver, don Daví encendió el chasqueaba la lengua, al coger; y el hoyo oblongo eructaba al recibir. Los pies se habían ido saliendo de la luz, farol. Iba con el trapo de luz por el pelado camino. como cusucos asustados. Sus calzones blancos se miraban moverse en la lumbre, como ánimas en pena. De cuando en vez saltaba una piedra, en medio de la luz, con el hocico abierto y amenazador. En un descruce, relampaguearon los ojos de brasa de un chucho, que se aculaba aterrorizado. Como diablos negros iban bailando los troncos, detrás del cerco. Por fin llegaron a las tapias del pantión. Otro farol esperaba en la puerta.

De dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro, las gentes habían ido regresando. Regresaban animadas. Alguno cantaba. Los deudos gimoteaban al haz del hoyo, ya casi colmado. Las dos enormes ceibas se lazaban en la oscuridad, como un solo coágulo de noche. Las estrellas, encorraladas ya, rumiaban orito.


Salarrué

l a ziguanaba Pedro estaba metido dos veces en la noche; una, porque era noctámbulo, y otra, porque era pescador. La noche prieta se había hundido en la poza, y Pedro, metido en el agua hasta la cintura, arronjaba la atarraya. Cuando la malla caiba, los plomos chiflaban al hundirse. Una luz de escurana, luz acerosa y helada fingía pescados. Hacía frío. Pedro iba recogiendo, recogiendo. Algún chiribisco aparecía primero, negrito y puyudo. Pedro se estaba desenredándolo. Su paciencia rimaba con el callar. Las hojas, trabadas, mentían pepescas. Cerca de los plomos venía la plata vivita y coleando. Un pocuyo enhebraba su “¡caballero, caballero!” detrás de la palazón tupida de los huiscoyoles. Pedro llamó al ayudante. Era el cipote de Natividá. —¡Oyó... tréme la bolsa! El cipote se metió al río; y, empujando el agua con las rodillas, llegó hasta el pescador y le alargó la matata. —¿Cayen, O? —¡Sí, O!..., chimbolos y juilines, nomás. —¡Ya quizá va maneciendo, O!... Pedro metió la mano llena de luz en la cebadera, mientras miraba las estrellas, con la boca abierta. —Ya mero son las cuatro, vos. —¡Tá haciendo friyo, O!... —Es que está golpiada lagua... —¡Sentí que me soplaban la nuca!... —¿Eee?... —¡Horita!... —¡Yastás vos con miedo!... —¡Me da miedo la Zigua... —¡Qué cobija sos, oyó! ¿Quién siasusta por babosadas? El cipote temblaba, un poco de frío, un poco de miedo. —Monos, oyó; miacaban de soplar otra vuelta. ¡Monos, te digo! Se puso a gemir. Pedro desenredó, con el último pescado, un poco de alarma. —¡No siás cobija, vos; ya no te güelvo a trer!...


Salarrué

En aquella noche casi oscura, constelada arriba cobardemente, constelada abajo por las escamas de los peces y por el silencioso telar de luz de las luciérnagas, un ruido extraño, estridente como la carcajada de una vieja, puso toques eléctricos de pavor en los nervios de los pescadores. Después, todo quedó mudo. El cipote se había agarrado, temblando, de los brazos de Pedro. —¡Agüén, qué fuéso?.. . ¡Amonós, vos! El muchacho lloraba. Pedro se echó la atarraya al hombro; cogió el sombrero que había dejado en la arena, y llevando casi a rastras al cipote, emprendió carrera, vereda arriba. Al llegar al camino de los llanos, un bostezo azul del día los paró. Clareaba. —¡Achís, O, ya maneció!... El miedo se había deshecho, dulzoso, como un terrón de azúcar en un guacal de agua fresca. Suspiraron. —¿Y vos crés en la Zigua, O? —Yo no, ¿y vos? —¡Yo no creyó! Si querés, vamos a ver qué jue eso. —Andá vos, aquí tespero. El cipote se sentó en una piedra y se puso a chiflarle un son al manecer. Pedro bajó valientemente al río. Aún quedaban tasajos de noche en los barrancos. Caminó río abajo. Sobre unos peñascos, descubrió un chilamate que tenía una rama desgajada. Era una rama gruesa. El blanco corazón del palo, había quedado al descubierto y vomitaba hormigas. Cuando el muchacho le vio llegar, sonriente, le preguntó: —¿Qué jue, O? —¡Es un palo que siá reído, O!...


Salarrué

v irgen de ludres En el suave momento en que la tarde se bía puesto a sonrír, la virgen blanca que estaba en un hueco de la peña, se puso amariya, amariya de una luzazón dorada, que cáiba del cielo, sin que se viera de qué sol. Pringaba. Las hojas de los quequeshques tabón llorando, tal vez defriyo, tal vez de tristes, por el temporal que no amenguaba. El farolito colorado quiantes no se veiya, siba haciendo flor en la escurana: flor tinta como la jila, como la pascua, como la flor de fuego.

alejó, pegadita al cerco, por el camino oscuro. Ya no lloraba y apresuraba cada vez más el paso, para llegar al pueblo. Sombras con zapatos pasaban presurosas a su lado, haciéndola estremecerse de temor por un desmando de los hombres. A la entrada del pueblo, frente a la puerta en luz de la primera casa, se detuvo.

—Noches le dé Dios, ña Tona... —Noches te dé Dios, Cande. ¡Avemariapurísima, hastoy venís? La Candelaria siarrimó a la baranda de la gruta. Se bía —Sí pué; es que se me ojreció pasar a la gruta, pa pedirle tapado la cabeza con el chal desteñido; tenía apretado a la virgen, porque ¡emagínese que se entre las manos el pañal que le servía de pañuelo; como mestán muriendo los cuchitos!... en los quequeshques por su cara barriosa se deslizaban lágrimas. Ispió, tímida, pa todos lados; se hincó... Naide pasaba... Miró para arriba, hasta la virgen, mientras mordía la punta del chal. —Virgen de Ludres —murmuró— hacéme la mercé que te pido; vos bien tas al tanto e la pobreza diúno; ha caido el otro con un dolor, el mesmo del muerto; alentálo, madre, por el amor de Dios. Se creyó obligada a permanecer de rodillas todavía un gran rato. Seguía pringando. Ya la luz dorada, aquella luz de lejana quemasón, se bía extinguido. La virgen blanca, que tenía las manos juntas, bía quedado en el hoyo oscuro, como una luna enferma. El farol de vidrio echaba sangre sobre las peñas. La Candelaria se persinó despacito; dulce y humilde, se


Salarrué

l a estrellemar

Genaro Prieto y Luciano Garciya estaban sentados en un troncón triste cadávere de árbol, medio aterrado en la playa, blanco en lo gris de la arena, y con ramas que eran brazos como de hombres que se meten camisas. Empezaba el sol del estero a dorar las puntas de los manglares. Era parada diagua; por eso, en golfo de azul tranquilo, el estero taba como dormido, rodeado de negros manglares, en cuyas cumbres el sol ponía a secar sus trapos dioro.

del estero. —¡Mire qué flus de chimbera, mano!... —Ya la vide, vos, siés la mera cosecha. Volvió a relampaguear la plata de aquella mancha de chimberas, poniendo en el agua teclados de luz.

—¡Qué cachimbazo, mano! Vaya a trerse la tarraya. Luciano se puso en pie, obediente; dejó, de un golpe, clavado, el Laisla, en medio, bía fondiado con sus peñascales neva- machete en una rama y se alejó, dos de palomas morenas; y era mesmamente la cabeza de un gigante bañándose y quitándose el jabón. Empujando, pintando arena, hacia el manglar. En un descampado esya sin juerzas, la inmensidá, pasó una garza: blanca, blan- taba el rancho de palma. De una ramada de varas de ca, como luna bajera: triste, triste, como ricuerdo, y silencia tarro, extendida sobre el cielo como una telaraña, pendía, como nube. El viento se sienta y se despereza desnudo; y oriándose, la tarraya, con su chimbolero de plomos cayenel agua da un tastazo en la orilla llegando, como quien es- do a modo de rosario. cribe, a mojar el pie achatado de Genaro. Al mismo tiempo una malla de plata ondea, luminosa y veloz, sobre la linfa


Salarrué

Con el agua hasta el encaje, Genaro, abiertos los brazos y mordida loria del vuelo, iba al vadeyo, al vadeyo, presto el ojo y el óido atento. Luciano le seguía de cerca, con la cebadera de pitematate. —Sian juído estas babosas. Ya mey rendido de la brazada, con esta plomazón. —Démela, mano; cambeye, a ver si yo tengo mejor dicha. —¡Apartate, baboso, apartate! En el propio instante en que el sol asomaba su fogazón sobre el manglar de laisla, la culebra de brillo de la chimbera cruzó entre dos aguas, curveante y repentina. La malla, veloz, se abrió en el aire a modo de flor volante y traslúcida, graciosa y trágica, voraz y anfibia y, haciendo chiflar los plomos, se hundió en la linfa con la seguridad del felino que cae sobre la presa. Todo quedó en suspenso. Había ojos en cada onda esperando, esperando, mientras se recogía la tarraya. En la punta venía la colmena de espejuelos de la chimbera. Era como un sol de plata, brillando al sol de oro; bolsa de azogue, corazón de estero. Las chimberas caiban en la matata, como gotas de acero derretido, chisporroteantes y enredadizas. De pronto, Genaro se quedó en suspenso. Entre las últimas chimberas venía una estrellemar de seis puntas. La cogió con los dedos y le empezó a dar vueltas. —¡Una estreyemar de seis puntas, baboso: ya jodí!... —¿Por qué, vos? —No tiagás el bruto; ¿no sabés ques un ambuleto? ¿Quel que lo carga no lentra el corvo? —¡Agüén, entonces lo vamos a partir mitá y mitá, mano! —¡No seya pendejo, mano!, ¿no ve que yo luei incontrado? Si lo partimos, ya núes de seis puntas ¿entiende? —Entonces, juguémola; a los dos nos toca en suerte, dende el momento en que los dos nos hemos metido a pescar juntos. —¡Coma güevo! Y déjese de babosadas, si no quiere pasar a más...


Salarrué

Discutiendo habían llegado a la playa. Genaro Prieto se había guardado la estrella en la bolsa del pantalón. Luciano García, con voz más calmada, insistía en que ambos tenían iguales derechos sobre el hallazgo. —Aquí tengo el chivo, Genaro, juguémola... —¡No me terqueye! —Juguémola. —No la juego, y ¿quiay? Luciano Garciya, en un momento de ceguera, se arrojó so-

bre el corvo, que había dejado clavado en la rama haciendo cruz. Genaro echó mano al cuchiyo que llevaba en el cinto, mas no tuvo tiempo de desnudarlo: el corvo del amigo le había cortado de un golpe la vida. El matador estuvo allí, fijo, mientras duró la transición de la cólera al temor. Luego se echó sobre el cuerpo ensangrentado y, cogiendo el ambuleto, huyó entre los manglares. En el tranquil de la mañana una garza pasó, empujando, ya sin juerzas, la inmensidá.


Salarrué

l a BRASA En la cumbre más cumbre del volcán, allá donde la tierra deja de subir buscando a Dios; allá donde las nubes se detienen a descansar, Pablo Melara había parado su rancho de carbonero. Medio rancho, medio cueva, en una falla del acantilado aquel nido humano se agazapaba. De la puerta para afuera, empezaban las laderas a descolgarse, terribles, precipitadas; en deslizones bruscos; abismándose, rodando, agarrándose aflegidas. Los pinos, enormes, eran nubes obscuras entre las nubes; humazos negros entre la niebla. Mecían al viento, lentamente, sus enormes cabezas, como si oyeran una música dulce, salida de lo gris y de lo frío. Las ramas chiflaban tristemente, llevando en ritmos nasales una melodía de inmensidad. Era la cumbre una isla en el cielo; y el cielo, un mar de viento. En las noches tranquilas,como por alta mar, pasaba silenciosa la barca de la luna nueva. A veces el horizonte fosforecía. El carbonero iba apilando los leños, en pantes enormes. De cruz en cruz, formaba una torre; como un faro que, en las noches largas, llenas de ausencia, ardía, ardía rojo y palpitante, señalando el rumbo a los barcos de silencio con sus grandes velámenes de sombra. Solo y negro en la altura, el carbonero iba viviendo como en un sueño. Tenía un perro mudo y una gran tristeza. Acurrucado y friolento, encendido siempre el puro y el corazón, se estaba allí mirando el abismo, sin remedio.

Como a los pantes de leña oscura, la brasa del corazón le iba devorando las entrañas; y aquel resplandor de misterio se le iba subiendo a la concencia. Una noche, qflegido, lió sus trapos y se marchó pá nunca... —¡Puerca, mano, méi juido dialtiro e la cumbre! Miatracaba un pensar y un pensar...


SalarruĂŠ


Salarrué

E L PADRE La iglesia del pueblo era pesada, musgosa y muda como una tumba. Detrás estaba el convento, encerrado entre tapiales, con su gran arboleda sombría; con su corredor de ladrillo colorado; de tejado bajero, sostenido por un pilar, otro pilar, otro pilar...; pilares sin esquinas, embasados en piedra tallada y pintados de un antiguo color. El patio era de un barro blanco y barrido, propicio a las hojas secas. Las sombras y las luces de las hojas ponían agüita en el suelo; en aquel suelo pelón lleno de paz, por el cual pasaban, gritonas, las gallinas guineas.

barril, una destiladera, un viejo camarín, unos postes durmiendo; otra silla, la hamaca, el cuadro bíblico; un cajón; un burro con una montura; un freno colgado de un clavo y al final, ya para salir a las gradas, unos manojos de pasto verde, el picadero y la cutacha. Después empezaba la alfombra del sol hasta la cocina; y allá, contra la tapia, como una casita de juguete, con su chimenea de lata azul, el excusado.

El padre se paseaba en la tarde. Era la hora en que la paz le traía el cielo; el cielo de agradables matices, que llegaba a sentarse en la montaña lejana, pensativo como Largo era el corredor: la mesa, el kinké, una silla, un sofá, un un hombre; pensativo hasta quedarse dormido, soñando en las estrellas, cada vez más profundamente. El sacristán tocaba el ángelus para que todo se callara. Y todo se callaba. La Coronada llegaba entonces penosamente, con su riuma y sus platos, a ponerle la mesa. Se sentaba el padre, siempre mirando el cielo, con su cara igual de triste. Con un pespuntar de máquina de coser, sus labios hilvanaban una larga oración de gratitud. Humillaba los párpados y se persignaba. Luego, cogía calmosamente la cuchara y empezaba a probar la sopa. Estaba caliente. La Coro encendía el kinké. Las gallinas empezaban a volar de rama en rama, con torpes aleteos. A lo lejos se oía pasar el tren por el puente de hierro, como una amenaza de tormenta.


Salarrué

La Chana era una cipota chulísima. Había crecido de diadentro, al servicio del cura. Hacía mandados, lavaba los trastos, les daba de comer a las gallinas y se comía lazúcar. Cuando el padre estaba bravo, como no tenía en quien descargar, regañaba a la Chana. La Chana no se quedaba chiquita y le contestaba cuatro carambadas. —¡Agüén, usté! ¡Asaber qué lián confesado las biatas y descarga en yo!...

Temblaba por ella. Hubiera querido podarla un poco. Se paseaba, se paseaba por el largo corredor, campaneando la lustrosa sotana vieja, como si en ella se hamaqueara su inquietud. Apretaba, sin querer, el crucifijo de plata que llevaba siempre colgado del cuello. Si hubiera sido de cera, lo habría convertido pronto en una hostia. Allá a lo lejos, la risa de la Chana sonaba como una campanilla mundana.

Cuando pasaba a su lado, apagaba los olores del inEl padre, en vez de enojarse, la estrechaba contra su pe- cienso con un fuerte aroma de jabón diolor. Por el corredor cho y le daba un beso en la frente. Se estaba viendo en silencioso, sus tacones pasaban, clavando la tranquilidad. ella, como decía la Coro. En un dos por tres se había hecho mujer. De la mañana a la tarde echó rollo, se cantonió y le brillaron los ojos. Ya se trababa una flor en el delantal, con un gancho, muy alto, muy alto, para podérsela oler poniendo cara interesante. Seguido se cachaba logas; por el tacón muy encumbrado, por unos papeles colorados para untarse los labios, por andar suspirando muy duro. El cura la miraba de lejos. La miraba pasar, disimuladamente, y alejarse. Se cogía el mentón azul y su cara de cuarentero se ponía grave.


Salarrué

La niña Queta y la niña Menches, la una fea de tan vieja, y la otra vieja de tan fea, entraron apuradas en busca del padre para un asunto urgente. La puerta estaba entreabierta y empujaron. Y fue como si hubieran empujado su alma en un abismo. El padre estaba todo él sentado en un sillón y la Chana estaba toda ella sentada en el padre. Su cachete rosado se posaba dulcemente en el cachete azul del cura, como una madrugada sutil se posa sobre áspera montaña. —¡Virgen pura!... El obispo, de pie ante él, se enjabonaba las manos en su duda y en su rango. Pujó. Dos lágrimas corrían por las mejillas marchitas del padre. Repitió su excusa: —Un afán, un vago deseo de ser padre. Es como mi hija. Su voz era oscura. —Los niños despertaron siempre en mi alma una dulce inquietud... —¡Hm!... Apretó el obispo sus labios temibles y lanzó al cura su más irónica mirada. Pero ante él se irguió austero, nobilísimo y puro, el rostro del acusado, encendido en radiante sinceridad; irresistible en su sencillez: tal si el mismo Dios mirara por sus ojos húmedos, abatiendo al instante la austeridad, la insolencia y el rango.


Salarrué

E L circo Se azuló la noche. En medio del solar oscuro, el circo era como una luna desinflada. Parecía la chiche de la noche, onde mama luz el cielo. Un chilguete manchaba de norte a sur el espacio y las gotitas zarpiaban el horizonte hasta la oriya del mundo.

mano. Llegó hasta el andén, mirando de riojo; escupió un salivazo con tabaco, y se metió otragüelta por debajo. Dos o tres chiflidos le condecoraron el fundiyo. El humo de los candiles y de los puestos de pupuseras ponía llanto en los ojos de aquella alegría. La manteca, ricién echada en las sartenas de las pasteleras, se oiba esMito y Lencho, los dos hermanitos, miraban asombrados, por candalosa, como cuando meya el tren. Las garrafas, en los un juraco, cómo aquel siñor que le decían Irineyo Molina, se mostradores de los chinamos, parecían jícamas de vidrio, bía hecho payaso en un dos por tres. Taba sentado en un que se bieran convertido en cocos. El guaro clarito temblacajón, jumándose un puro, y con cara enojosa de hombre. ba adentro y dejaba descurrir su tujito embolón. Por el hoyito se véiya bien que le daba la luz de un carburo en la cara chelosa de harina. Las gentes iban entrando, guasonas, al circo. Daban su tiAbajo, junto a la goliya plisada, asomaba el cuello prieto quete y levantaban la cortinenca de añididos, onde había de su propio cuero. unas letras que naide entendía, porque naide leyiya en el Más allá, el negro Jackson sembraba una estaca, con una pueblo. almágana. A cada golpe de juelgo, la estaca se hundía un Una bandita descosida empezó a sonarse, allí dentro, dejeme. Recostado en unos lazos templados como cuerdas bajo diaquel gran pañuelo. La buyanga sizo mayor, y las de violín, estaba un volatín. gentes empezaron a codearse por entrar a coger puesto. —Apartáte, baboso. —Peráte, quiero ver. —Te vuá zampar una ganchada, Chajazo. —¡Achís!, sólo vos querés mirar... —A yo no mián dejado... —¡Baboso, baboso, ayí entró una piernuda vestidedorado. Sestá componiendo la atadera. La cipotada ondeó, como un tumbo de carne; reventó en empujones y se vació sobre la carpa, derrumbando al lado diadentro un rimero de sillas. Se oyeron voces de hombre, furibundas, y pasos amenazadores. La cipotada se dispersó a la carrera, haciendo sonar con sus talones la panza de tambor del descampado. Se confundió entre el guevazo e gente silbando y riendo. Un sapurruco en camiseta, con unos grandes gatos que parecían de madera, salió encachimbado por debajo de la lona, con un acial en la


Salarrué

Por tercera vez sonó la campanilla; aquella campanilla que daba güeltegatos de plata en la aljombra de la ansiedad. Un silencio profundo se agachaba, cargado de corazones, como una rama de mango. De una patada se abrió el telón de los secretos; una pelota de colores vino rodando hasta el centro del picadero, y, con un grito de sollozo burlón, el payaso se irguió amelcochado, bonete en mano, con algo de piñata y algo de barrilete. De golpe se descolgó, en el redondel, la cortina de tablitas del aplauso.

relámpago misterioso de las lentejuelas en las mecidas de los trapecios. Los niños ajuera, los grandes adentro... El circo era como la felicidá, que se la cogen aquellos que menos la quieren. Los cipotes se conjormaban viendo la alegriya luminosa, por un hoyito, entre tablas y piernas oscuras. Mito y Lencho, los dos hermanitos, se bían retirado dionde bían miradores, porque les taban rompiendo toda la camisa.

Sin embargo, cada granizada de aplausos los empujaba Vestidos a medias y de medias, los volatines y volatinas, de nuevo a la carpa. De chiripa se hallaron un juraquito en escuadrón, avanzaron marciales, con los brazos cruza- bajero, que los otros no bían incontrado. Con el dedito dos sobre el pecho y sonriendo con sonrisa postiza. Detrás, inano lo jueron haciendo más grande, y miraban por turnos. en dos caballencos ahumados como los del carrusel, que Cuando más extasiados estaban, mirando, mitá y mitá que llevaban colas de gallo en la frente, venían las masonas, la piernuda caminaba sobre el alambre como sobre el vestidas de espumesapo y sentadas, con una nalga, en el viento, un guachi, con una tablita, los cogió de culumbrón, soñadores e indefensos. mero chunchucuyo de los caballos. Cerrando chorizo, iba un chele vestido dentierro, con un chiliyo bien largo; y un viejo bigotudo, jalándole las narices Les dio con todas sus juerzas, el bandido jalacolochones; a un pobre oso medio bolo. Más detrás iban los guachis, y ellos, dando alaridos, salieron corriendo y sobándose la con cotones de colores llenos de chacaleles. La música nalga, ardida como con plancha caliente. Fueron a consonaba, toda ella, chueca y destemplada, como mocue- tarle a la mama; y la mama cogiéndolos debajo de sus alas desplumadas, maldijo al miserable: chumpe. En aquel pueblo de niños, sólo los cipotes se bían quedado ajuera. Ispiaban por onde podían, subiéndose algunos hasta las puntas de los cercanos jocotes, contentándose con ver el bailoteo de uno quiotro trapo de color, o el

—¡Disgraciado, quiá de pagarlas un diya en los injiermos! Lencho rumió, en su corazón de niño perdonero, aquella frase; y, tras un rato de silencio, preguntó: —Mama, ¿yen el injierno habrán hoyitos para mirar lo que andan haciendo en el cielo?...


Salarrué

E L maishtro Terminada la faena de escuela, don Tacho cerraba el zaguán. Un frescor oloroso a tierra de rincón barrido, llenaba el sombrío portalón. Apretaba la tranca; y, ya solo, aislado en la frescura de las cuatro de la tarde —tarde de pueblo encumbrado y neblinoso—, iba por las podaderas y entraba al jardín. El jardín estaba en el traspatio. Junto al tapial de la casa vecina, crecía la parra de jazmín, anidada toda ella, anidada y dormida en el tapexco de bambú. Dos rosales, una gemela, un matocho de jacintos, unos platanillos pringados; unas chinas, dos naranjitos; un icaco, un borbollón de zacatelimón y uno quiotro montecito, no arrancado por no identificado. En un barril, hundido hasta la mitad en el suelo, estaba el agua llovida para el riego. Don Tacho sabía bien qué hacer. Iba y venía; se acucharaba; se ponía en puntillas, aterraba o escarbaba según el caso. En la galera aledaña, la mula zonta le miraba trabajar, con un placer rayano en amor. Se sacudía las ancas, flacas y canosas, y se dormía viendo al amo en su tarea. Don Tacho era bajito, carnudo; dulce, moreno y calvo. Andaba siempre en camisa, con la correya angosta bien ceñida bajo el ombligo. Su calva relucía como una berenjena; era una berenjena de treinta colones mensuales, impagables. Vecina vivía la niña Meches, hija del agente del “Diario”. Como el tapial era bajito, ella se subía en unos adobes; y, de codos sobre el pretil, miraba sonriente a don Tacho. Esta vez no tardó.


Salarrué

—¿Cómo van sus jlores?... —¡Ah, niña Meches..., no dan; no dan, no sé qué pasa!... Quizá el zompopo, o quizá lagua es mala, o la tierra; todo se va en vicio y no florea. Mire ésta, mire aquí: están todos mero chipes... —Abónelos con kakevaca. —¡Si los abono! Todo el barrido de la muí¿la se los echo: ya usté ve cómo los cuido todas las tardes y por las mañanas. Tengo mala mano... —Es que se le va el jluido en los niños. —¿Cree?... —El jardín luagarra cansado. —Miagarra cansado y... “Y con hambre”, iba a decir, mas se detuvo. Miró a la niña Meches con su cara buenota de luna negativa; por sus dientes anchos corrió una miel paternal: —Usté sí que es chulísima. Pegó bien a la tierra. —¡Ah, usté!... Él sacó del trasero su amplio pañuelo amarillo y se lo pasó por el cráneo, sin dejar de mirarla. —¡Ay... qué felicidá es verla a usté! ¡Tan fresca, tan joven, tan chula!... —Si mestá enamorando, me voy. —No se vaya. Es laura del descanso. —Siés que usté mestá chuliando. ¿Se va estar en juicio? Don Tacho se rió de buena gana. Guardó su pañuelo en el trasero, se acercó al tapial y tomó en las suyas la mano pálida, fina, tibia de la joven. —¿A que le digo la suerte?... —¡Vaya!... Del pecho de la camisa sacó las gafas y se las puso; le dio vuelta a la mano, descubriendo la palma sonrosada; cogió aquella hoja de carne por la punta, hizo presión para pandearla y la miró fijo.

embargo, estaba clavada sin remedio. Ya a punto de hablar, le detuvo el clarín de un gallo. Las cosas se cuajaron en torno. Volvió a sentirse calvo, viejo y pobre. De sus ojos cayó a la palma de la mano una lágrima gruesa.

—¡Qué mapa del cielo tiene usté aquí! Este es el río de la Virgen... Le clavó los lentes a un palmo de la cara. —No me chiste; dígame la suerte.

—¡Queseso!... Reaccionó bruscamente, tragó saliva; volvió a correr por sus dientes una miel paternal y dijo, señalando con firmeza:

Volvió a mirar, pasó el índice muy suave y lentamente por —Eso, eso, hija mía..., es el río del tiempo... la página trémula. Como si hubiera echado raíces, por las piernas le subía de la tierra dulce savia, que embriagaba como vino. Llegaba al corazón y hacía marea. Todo el mundo se deshacía alrededor como una nube; sentía que iba a florecer palabras de amor. Ella comprendía y, sin


Salarrué

de caza Al pie del palón quemado, que era como una astilla de noche en medio del llano pelón donde la rastrojera tenía un dorar de kakevaca, los dos tiradores se acurrucaron, agarrados a las escopetas; y allí, sumergidos en el agua grata de aquella sombra de esqueleto, descansaron de matar. El mediodía caiba de lado, por ser verano. Del cielo blanco bajaba, ondeante, una atarraya de plata caliente. Las montañas, a lo lejos, sedeaban azul-violeta. Sobre el llano, en el aire, y en sombra sobre el suelo, la zopilotada volteaba: mariposones negros, quemándose la vida en la llama del sol. El viejo Calistro se entretenía en puyar con un palito la pechuga gris del conejo muerto. El chele Damacio jumaba lentamente el descanso. —Tá gordo este baboso. Y se riye, el hijuepuerca. —¡Ajú!... de satisfecho... —Te lo cambeyo por las cinco palomas. —¡No joda, compadre!, ¿cinco cartuchos por uno, no? —Pero hijo, tentá, tentá... Le hundía los dedos huesudos en la piel suave, que se escurría rugosa. —Tres le doy, compa. —¡Achís!... A lo lejos se oyó un disparo. Luego otro. El silencio del mediodía se desgarraba, como una película de coágulo sobre un estanque; poco a poco las desgarraduras iban cerrándose, hasta que la cerrazón de calma recobraba su pesantez. —Esos han de ser Mateyo y Julián. —O Filadelfo, que agarró dése lado. —Palomas han destar matando, los babosos. —No creya, compa: en esa montañita hay mucho conejo. —Náufrago, en el viento perezón, llegó un grito. —¡Aíjaaa!... Luego palabras, con las letras borradas. —¿Qué dice, oyó? —Es Mateyo.


Salarrué

El chele Damacio dejó la escopeta apoyada en el morral; se puso en pie; hizo una concha con la mano y gritó engallado: —¡Ooiii!... ¡Mateyóoo!... Bien distintas llegaron del monte estas palabras: —¡Aivelvenado!... El viejo Calistro se puso en pie. —¿Brán hallado venado esos desgraciados, hombre? —Lo vienen sabaniando. Se óiba quebrazón de ramas y choyeo de hojarascas. —Aprepárese, compa, que viene por aquí. —¿Nos tarán tirando esos jodidos, vos? —No creya, pueden ber desescondido algún cabrón désos. La tronazón de ramas venía cerquita, por la ceja del monte. El viejo Calistro corrió a todo correr, haciendo sonar los cartuchos de la bolsa. El chele liba a la zaga. Un último grito, cercano, se oyó: —¡Ai va, O!...


Salarrué

Bruscamente, con irrumpe de ventarrón, volante como sombra de raudo gavilán un venado brotó, eléctrico, del ramazal al rastrojo, tamborileando su terror en el suelo polvoso y tirándose al descampado como a la muerte. Detrás de él venía la bala. Humo, gritos, polvo, hojas al viento. El venado se hundió en la cueva del eco, arrebatado por un terror avaro. En el suelo, y en su propia sangre, se devanaba el viejo Calistro comiéndose la tierra caliente a bocaradas, bajo el sol. Mateyo, al darse cuenta, tiró la escopeta y huyó por el bosque. Los otros dos se miraban, aterrados, a uno y a otro lado de aquel abismo de agonía. El polvo se bía ido asentando. De bruces en los terrones ennegrecidos por la sangre, el cuerpo del viejo se estremecía, intermitentemente. Cuando quedó al fin ya nadie había alrededor; sólo al pie del palón quemado, que era como una astilla de noche en medio del llano pelón, el conejo sedoso y tranquilo se reiba, mostrando al cielo sus afilados dientecillos roedores, de satisfecho...


Salarrué

l atinaja Junto al remanso del crepúsculo, los volcanes eran tetuntes oscuros. Como una tinaja de barro quemado, la noche se hundía en el agua dorada, descurriendo estrellas por el flanco. En aquel callar de tren descarrilado, los árboles se oiban shushushar con un frescor melodioso de pasadero de acequia. Viraba el mundo de bordo, como para echar el ancla en el tranquil projundo del corazón. —Pabla... La Pabla hundió más la cabeza en el refajo. Sus trenzas prietas resbalaron hasta tocar el suelo, dionde chupaban, como ráices, la idea de un morir, con mucha tierra. —Testoy hablando... —¡Irte, irte de mi lado, engrato que me bis arruinado! —¡Pero, si nues nada, usté; no siamelarchiye, ya le va pasar!... —¡Sí, pue, le va pasar pue!, ¿y nués casado, pue?... —Sí, pero yo a vos te quiero y tiastimo, no siapesare por babosadas. El llorido arrastrón de la india corría, como un hilito de dolor, sobre el silencio ricién arado. El lucero, sobre el cerro cercano, mirándolo fijo, gotiaba sangrita. El indio la envolvió por la espalda y confundió con las deya sus crenchas lacias. Al óido, muy bajito, le dijo: —¿No me quiere, pue? El llanto se agravaba. Los pechos de mango maduro de la Pabla, bogaban debajo del huipil, subiendo y bajando tembeleques, como las frutas que el río mete en las cuevas de las pozas. —¿No me quiere, pue?... ¿No me quiere, pue?... Las manos alfareras del indio iban apretando, torneando, deslizándose inspiradas sobre el barro cálido de la esclava. Ella, ya sin gemir, alzaba la cabeza llorona y abría anhelosa la boca, con un pasmo de renuevo, dejándose llevar por la corriente, en vuelcos de ahogada. Se desmayó en sus hombros, entornados los ojos borrachos de lágrimas, y desflorada la boca de fruta picada por los pájaros. Él la desgajó de la tierra como de un racimo y, con la precisión de la costumbre, tomándole el refajo por la punta, la mondó como a un plátano. Su desnudez era apretada y mielosa. La tinaja de la noche se había rajado al flanco y el agua de oro descurría, encharcándose al oriente. Una brisa morada bailaba desnuda en la playa oscura, antes de echarse al agua. La frente del cerro palidecía, avizorante ante la inundación del cielo. Un projundo frescor oloroso, brotaba a borbollones de la tierra. La Pabla se tapó la cara con el yagual moreno de su brazo: —¡Irte, irte de mi lado, engrato que me bis arruinado!


Salarrué

e l mistiricuco El antiguo tronco de la ceiba madre de la hacienda, se hundía, como inmensa pata de gallina, en el estercolero del corral. Era verano. La ramazón escueta se abría en el azul del cielo, como una extraña flor de hierro. De las vainas reventadas, volaba el algodón: vellón de nube, gracia de la brisa costeña... Cada arruga del tronco era como un nervio de montaña. En los nudos hechos por los siglos, había cabezas de monstruos terroríficos: pensativas gárgolas, no extrañas en aquella catedral de pájaros, románica en el tronco y bizantina en la copa. En el ábside roñoso tenía una ventana oscura, ojival, a la cual ponía vitral de verdes y brillantes hojas, una parásita prendida guindo abajo. Luciano Pereira quería trepar, a ver qué había allí dentro. Moncho, el corralero, con el balde a media leche y el rejo en el hombro, trataba de disuadirlo: —Te va joder una culebra, gran baboso... Luciano subía ya, por la doble cuerda de una persoga que había logrado trabar en un gancho. Desapareció en la cueva; y a poco volvió a mostrarse, tra—Ai state; no te vayás, O; guá encender un jójoro y te guá yendo en la camisa un envoltorio misterioso. Se montó en la decir qué veyo. ojiva y, tirando de un extremo de la cuerda, ató el envoltorio y lo fue bajando con cautela. Moncho había soltado el Sin soltar el balde, entreabierta la boca y arrugada la fren- balde a media leche y esperaba, con los brazos en alto. te por el claror del manecer, Moncho lo miraba trepar sin gran esfuerzo y sonreiba al carcular la travesura. Llegó Lu- —No lo dejés dir, baboso. ciano al juraco; en una mecida alcanzó el borde, donde —No, O... agarró con su pie de barro valiente; y en un momento estaba acondicionado, ispiando pabajo, curioso y cabecean- Desenvuelto con precaución, después de atada una pata, te como un oso colmenero. el mistiricuco quedó parado en una piedra del corral. No intentaba volarse, porque nada veían, en la lumbre del día, —¿Qué mira, cheró? sus ojos de bamba piruja, abiertos y fijos como ojos de veLuciano se dignó sacar la cabeza y mirar al corral. nado: désos que cayen del bejuco y se quedan mirando —No veyo tantito, hombre, por la escurana; pero se oye un el cielo, desde el potrero, con un terror sin pispileyo. De vez cuchareyo como rascádue cusuco. en cuando un ligero tastaseyo le venía en los cachetes y —Veya no lo joda una culebra, por baboso... hablaba palabras sin sonido, girando la cabeza sobre los Luciano Pereira encendió un jójoro, y miró tieso. Luego que hombros, como un títere de cordel. se hubo apagado la llama, se volvió hacia Moncho y le dijo, feliz: —Pobrecito, oyó... Devolverlo al hoyo. —Es un mistiricuco. —Devolverlo vos, si tanta gana tenes; yo no me incaramo otra vuelta. —¿Y qué vas hacer con él?... —Ái que se quede.


Salarrué

—Trayen la suerte, hombre; llevátelo. —Lo guá descabezar diún machetazo. —No seya bárbaro, compañero; adémelo a mí... —¿Qué vas hacer con él?... —Eso es cosa miya: adéjemelo.

Por fin pudo llegar al hoyo; desató el lío y dejó el pájaro en el fondo. Cuando iba a descender, oyó el graznido trágico del mistiricuco; y recordó al momento que “cuando el tecolote canta el indio muere”.

Empezó a bajar con miedo. Se dio cuenta de lo mal que Cuando Luciano Pereira se hubo alejado, cantando, por había enganchado la persoga. Cerró los ojos. Cayó... el ixcanalar que da al río, Moncho se quedó mirando el Abrió, por última vez, los párpados mansos, y miró las caras mistiricuco, mientras se rascaba la crencha. Tomó una reso- inclinadas sobre él. lución. Tanteó una persoga al gancho, varias veces, hasta que logró trabarla; y después de envolver el ave agorera —Quedó paradito el pobrecito, en su nido... —dijo sonriencon su camisa, como había hecho el otro, empezó a subir, do, y cerró los ojos. llevándola en los dientes. Entuavía alcanzó la voz de ño Macario, que decía: —Traye la suerte y traye la muerte. Tal vez la suerte es una muerte; tal vez la muerte es una suerte.


Salarrué

e l brujo —¿Ya salió la luna, vos?... —Creyo que no... Con los ojos deslumhrados por el candil, Chema salió del caidiso del rancho y afrentó la noche. La tinta del cielo había ido destiñéndose poco a poquito, mientras que la de los árboles había permanecido firme; por lo cual las ramas secas de los chilamates y las mangas deshilachadas de las hojas de plátano, destacaban juerte su silueta sobre el celestito despejado, onde las estreyas parpareaban friolentas.

La luna iba trepando despacito; uno quiotro chucho ladraba al desperdigo y en el lejano camino carretero, el polvo volaba alirroto y caiba otraaguelta desfallido. Chema paró de chiflar y continuó cantando una versaina. Paso a paso se volvió al rancho por entre el manoteo del platanar, ya clareante y platero con los filos de la luna.

—¡Felipió!... Ya asomó la luna... —Amonós, pue. Son mero las nueve. —¿No será pecado, mano?... También el alero del caidiso, en el rancho, dibujaba negras —¡Si quiere quédese, yo no lo juerzo, babosada!... sus pestañas de zacate y su dentadura de teja senefiada y cholca. Como el rancho estaba escondido en medio del Los dos hermanos ensillaron, entre una música insípida de platanar, el suelo seguía oscuro, afondado en aquel silen- albardas tamborileras y frenos tintineantes; alejándose luecio clareante. Chema se fue, como quien se desentume, por go por el camino blanco, donde el polvo se había hecho la veredita que serpeaba entre el boscaje. Al poco rato pesado. El blancor de aquella fueya cruzaba el llano. Las desembocó en el potrero abierto y llano hasta topar. Allí estrellas titilando, los pocuyos en el aire, las ranas en el era como el día: un día azulito y fresco, tiernito, pegado a agua de los regadíos y los cascos en la tierra fofa, parela noche como descondidas. La luna, enorme, venía aca- cían concertarse en un solo e infinito palpitar monótono del bando de arrancar del cerro, dormido de culumbrón como corazón de los elementos. Fuego, aire, agua y tierra aunaun cipote. ban sus pulsaciones en la noche, agravando el silencio. —¡Veya, qué luna!... —se dijo casi entre dientes.

La soledad era completa. Llegados al pie de las tres ceibas deshojadas, de ramazones bajeras y agujereadas o Agarrado del cerco, con un caite en la alambrada, Chema carcomidas por los siglos, pararon sobre el enrejado de le chifló un son a la luna. A lo lejos, se oiba clarito bajar el sombra y desmontaron. El cerro redondo desde allí aparío. Como rogantes, arrodillados y cabizbajos en medio de recía como una piedrenca musgosa, a la vera de un muy la pradera, había dos o tres caulotes; en cambio el tron- ancho y desolado camino. co escueto y quemado del volador, amenazaba con sus muñones impotentes al cielo. Una brisa chiquiadora estremecía el pajonal como una piel de gato. Se venían caracoles de olor, que hacían suspirar: olor a monte extraviado, a noche ricién bañada, olor a caminito (qués con anisiyo); olor aperdidero (qués con albajaca)...


Salarrué

elipe y Chema eran hermanos a la pura juerza; hubieran deseado no serlo. Chema era el menor y por tanto aguantaba más la hermandad. Vivían solitarios en el rancho de aquella joya y la fatalidad los había unido al fin en un solo interés. Estaban enamorados de dos hermanas y las fuerzas empleadas en el asedio habían fracasado por completo.

Felipe empujó y entró, seguido de siempre. Felipe empezó a poner en Chema, quien llegaba aflegido a la práctica las lecciones de Manuel Muvez que curioso. jica. Pa la Lorenza la muñeca; y pa la Chabela, y a su propio favor, el puro. El brujo estaba sentado en una calavera de vaca y envuelto en un perraje Un día Chema los topó en el ojo diacolorado. Tenía por delante un horni- gua, diciéndose secretos, sentados en llo, sobre una mesita; y en él echaba, la ráiz del tamarindo. Taba puesta la al descuido, granitos de una resina tormenta y había un oscuro lleno de que jedía a cacho. Era consumido y inquietud. Se habían parado las hojas, de ojos nublados, prieto como laja de como si el aire se biera coagulado. La Chabela no miraba mal a Chema, dulce amelcochado y con bigote gris Entre los besos del agua en el pedrepero no lo dejaba pasar deciertos en las puntas de la boca. ro, se oiban besos de labio. límites; en cambio, la Lorenza rechazaba de plano las pretensiones de Al mirarle con cuidado la nuca y las No pudo contenerse. Una nube espeFelipe. Ahora iban ellos aquemar el manos, parecía como hecho de hule sa de celos, más tormentosa y relamúltimo cartucho. Felipe había oído una en bruto. Les ofreció taburete. pagueante que la del cielo, le cegó vez, de labios del brujo Manuel Mujiun instante. Llegó, trémulo, por la esca, que en cuestiónde amores nunca —¿Qué les sirvo, mucha, la oración del palda y clavó su daga de un golpe. fallaba la oración del puro, cuando se puro o el muñeco de cera? ejecutaba de ley. Chema no comprendía. Felipe se puso A eso había arrastrado esta noche al grave. hermano, haciéndole beber cuatro le- —Para éste —dijo con voz temblona— guas de temor y de esperanza. la oración; para mí, una muñeca con aljiler en el mero corazón. Un ligero ruiLa casa de Manuel Mujica estaba en- do que venía del techo sobresaltó al cumbrada en el hombro del cerro, en- hermano menor. Miró las vigas. A la luz tre papayos que iban de romería, en temblona del fuego, vido, horrorizado, ringla, bajando la loma con sus alforjas que las varas se bían hecho culebras al nombro. En la inmensidá del mundo, y siban deslizando despacito, con eran como cirios verdes y grumosos vueltas de trépano. Se puso de pie ante el altar del cielo; altar ennubado, espantado. donde la Virgen del maleficio pone su pie de plata sobre la luna. —No se espante, hijito: son las masaA pie habían llegado hasta allí, por cuatas que tengo para que se coman veredas acharraladas y pedregosas, los ratones. Nuacen nada, tan empinadas que las bestias no hu- son mansas como gatos. bieran podido trepar sin peligro. Habían subido del lado de la sombra y, —¡Aunque no me quiera, yo nuago esa cuando cumbrearon al jaz de la paré papada! de adobe de la casa del brujo, la —No seya pendejo, lo va querer esa luna los pintó de yeso y de carbón. babosa pa que liarda a lotra, qués la Rondaron la casa hasta dar con la consejista de que no lo tope. puerta de tablas, que estaba cerrada, pero con luz en las heridas. Felipe —¡Mire, Felipe, mi nana no nos crió pa llamó, golpeando con el dedo. La voz malos: arrecuerde sus consejos! de Mujica se oyó friolenta de vejez: —¡Pues váyese al chorizo, istúpido, y jódase!... —Rempujá, Felipió... Desde aquel día se separaron para


Salarrué

La tormenta llenó el mundo con su furia imponente. Como un látigo, caiba el rayo sobre las espaldas impotentes de los volcanes encogidos, que huían en grupos. El río rugidor arrastraba, entre el lodo y la leña, un muñeco infeliz, con un aljiler clavado en el mero corazón.


Libro de cuentos de barro de salarrue, ilustrado y diagramado diferente. Libro SIN FINES DE LUCRO. Cristian Alexander Morales Tamacas. Universidad Tecnologica de El Salvador.


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.